jueves, 17 de julio de 2008

Visita del día 24/03/08. Parte 1.

Bilbao como siempre, gracias: gris tirando a look mediterráneo, con ese paseo lleno de palmeras que nos han instalado a lo largo de la ría.

Este día en cuestión fue, además, especialmente gris en la villa. Como siempre que la menda tiene vacaciones (Semana Santa en este caso), Bilbao decide que la mejor opción es ofrecer inmejorables estampas de lluvia.

No es la mejor ambientación para recurrir a un museo de arte moderno, pero bueno, en esta ciudad es lo que hay. Ya nos hemos acostumbrado.

Pues eso; al Guggen a hacer doble visita: por un lado la exposición dedicada al Surrealismo. Y de propina, a tiempo de ver también la que llevaba por título “Art in the USA: 300 años de innovación”; que mira por dónde, yo pensaba que ya estaba pasada de fechas.

Y si nadie tiene inconvenientes, con esta última empiezo mi parrafada.

Quien piense, a estas alturas, que en el Guggen no hay sitio para el arte tradicional...que se lo vaya quitando de la cabezota de una vez y para siempre. La arquitectura de planificación imposible no es incompatible con la pintura tradicionalista.

Art in the USA: 300 años de innovación


La exposición ofrece un pasillo cronológico, un recorrido por la historia pictórica americana y una muestra de los cambios de estilo producidos en consecuencia.

De ello y de algunas de las obras expuestas deducimos que desde 1700, y en “tan solo” 300 años, la plástica americana sufrió una serie de avances casi convulsivos. Realmente es un plazo de tiempo breve para tal despliegue artístico.

Supongo que este “fenómeno” puede llevarnos a pensar que los pintores americanos han tenido que hacer un esfuerzo por “ponerse al día” no sólo con respecto a las técnicas pictóricas del continente, sino con el tipo de expresión y recursos que ofrece la pintura para relacionarse con el medio.

Gracias a este recorrido histórico, una de las primeras cosas que podemos apreciar es un antes y un después a nivel colonial; tal y como se indica en la documentación ofrecida por el museo las obras iniciales de la exposición “(...) son un reflejo de la cultura puritana de Nueva Inglaterra(...)”.

Conforme pasa el tiempo, América adquiere una nueva conciencia de sí misma; comienza un periodo en que se percibe la forja de una nueva identidad como nación. Pictóricamente, esto se traduce en un cambio de temática. Los cuadros de índole colonial van dando paso a otros en los que se exalta la grandeza del país, ya sea mediante el énfasis en el americano pudiente o mediante la demostración del orgullo por una naturaleza plagada de grandezas sobrecogedoras.

El punto álgido de este sentir puede reconocerse en la Declaración de Independencia, momento a partir del cual “hubo un deseo renovado de marcar diferencias entre el arte norteamericano y la tradición europea. Los retratos de líderes civiles y figuras públicas no estaban destinados a inspirar ni reverencia ni admiración, sino orgullo nacional y entusiasmo”.

A partir de este momento el arte americano va alterando su rumbo y sus métodos de expresión conforme a lo que ha venido sucediendo en la historia del arte a lo largo de los siglos: el espíritu local y mundial del artista concibe una serie de “productos” que son reflejo de los tiempos y de los hitos históricos que van aconteciendo con los años.

Desconocedores como somos (por lo menos yo) de las corrientes artísticas americanas, no pretendo ni mucho menos realizar un falso estudio del recorrido que nos ofrecen las obras de esta primera parte de la exposición.

Sin embargo, tras recorrer las diferentes salas de la exposición (en ambos sentidos, además...), y siendo la mayor parte de los cuadros totalmente desconocidos para mí, se puede apreciar una afinidad genérica con lo que han sido las circunstancias artísticas europeas, más familiares a mi conocimiento. Es decir, ese inicio pictórico que primero sirve a un colectivo y a unos propósitos y poco a poco gana en independencia y en dinamismo.

Tal vez esta vida acelerada y a contrarreloj del arte americano ha sido otro factor determinante para que sea en esta nación de gran consumo, precisamente, la que produzca un estilo de expresión como el arte pop, del que también hay obras representativas en la exposición.

Pensando hoy en la exposición de hace ya meses atrás, queda una fuerte sensación de que el intercambio de estilos en el arte americano -de tradicionalista a moderno- ha sido más un salto que una progresión. Tengo el recuerdo de todos esos cuadros de retratos sociales y políticos, de impresionantes paisajes americanos, de escenas costumbristas (coloniales o no) y, de pronto, de una sala con obras abstractas de factura casi violenta y espontánea, de láminas y lienzos al más puro estilo pop, de comic para pared a lo Roy Lichtenstein y de obras que sobresalen de la pared para no ser ni cuadro ni escultura.

Claro que, como bien se puede suponer, esta sensación de salto brusco en los estilos no deja de ser un recurso prestado, una exageración lograda gracias al cambio de salas al que se nos obliga, y que separa las obras no tanto por su progresión temporal como también por sus estilos, dando la sensación un poco artificial de que la historia del arte también se escribe por bloques, como en los libros de texto de historia, donde cada capítulo parece no tener nada que ver con el anterior o el siguiente.

La mejor obra (jeje); la cerilla quemada.


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