viernes, 18 de julio de 2008

Visita del día 13/07/08. Parte 1.

Bilbao, otra vez. Hoy ya no llueve...hoy luce un tímido sol y tenemos una humedad ambiente que no hay quien la aguante. Y cuanto más ligerita la ropa que lleves, antes se te pegotea por todas partes...Es lo que tiene estar embutidos en un valle.

Así que, cuando ha llovido pero no despeja y pretende salir el sol, la humedad se dispara, y es uno de los mejores momentos para encerrarse en un museo, ya que el tiempo no acompaña para hacer turismo al aire libre.

Además del BBAA, también hay una exposición que me interesa en el Guggenheim, así que me cojo el bono Artean y adelante. Para los que no lo sepan, este bono permite entrar tanto en el Museo de Bellas Artes como en el Guggen. Vas un día a uno y al otro Museo puedes ir en cualquier otra ocasión, antes de que finalice el año. Se puede adquirir indistintamente en cualquiera de los dos museos.

Hay veces que para entrar en el segundo Museo es necesario parar un par de euros más, con motivo de alguna exposición especial o cosas así, pero sigue saliendo algo más barato que pagar las dos entradas íntegras. El bono cuesta 12.50, que es lo que actualmente vale ya por sí sola la entrada al Guggen.

Bueno, pues a lo que íbamos: la exposición temporal patrocinada por la BBK...Aunque bueno, que nadie se engañe: todas estas obras en realidad forman parte de la colección del Museo, sólo que se han escogido un buen puñado de ellas para dar el enfoque pertinente al planteamiento en cuestión:

De Goya a Gauguin

¿Y qué nos vamos a encontrar? Pues cuadros, cuadros y más cuadros. Bueno, y alguna escultura, cierto. Hay una en particular muy graciosa, de una especie de monaguillo con un incensario tirado por el suelo.

La escultura se titula “¡Accidente!”, y es genial el gesto y la pose del monaguillo: con una rodilla flexionada y la pierna medio encogida bajo el cuerpo, abrazándose a sí mismo con un brazo hasta esconder la mano bajo el sobaco contrario y llevándose la otra mano a la boca, como tratando de amortiguar el grito de dolor que se percibe con total claridad en su rostro.

Es una escena tan creíble, tan real y tan “de cualquiera” que quizá por eso provoca hilaridad y preocupación a un tiempo: esperemos que al modelo no le hiciera falta machacarse el pie con un ladrillo cada vez que al autor le hiciese falta inspiración...

La muestra recoge obras de muchos artistas representativos de estilo y época, pero no se trata de hacer aquí un nuevo resumen histórico sobre las revoluciones e innovaciones del arte de antes y después de las vanguardias.

Prefiero, directamente, quedarme con algunas de las obras que me llamaron la atención. Yo, ante todo, soy de pintura clásica. Con o sin manchotes, empastada, fluida...me da igual. Los cuadros abstractos pueden tener o no mucha labor intelectual por detrás, y pueden gustar o no, al margen de que se valoren más o mejor los postulados del movimiento que defendía. Para valorar esas obras hay que conocer y estudiar un mínimo el momento histórico, su momento artístico, al autor y el movimiento al que pertenecía.

Y no es que yo sea vaga para esas cosas, pero no puede negarse el mérito de tener que tirarse horas haciendo puntillitas en el vestido de tal o cual señora, que es un trabajo que puedo apreciar sin género de dudas; de verdad, el artista (o aprendiz) que es capaz de no volverse majareta tras pintar tanta morrallita tiene toda mi admiración. Véase “Retrato de dama en rosa y blanco”, de Ángel María Cortellini.

Otro cuadro impresionante, tanto por tamaño como por detalle y esfuerzo, es el de “Sansón y Dalila” de José Echenagusia. Está el cuadro como para sentarse un rato en uno de los bancos y quedárselo mirando un buen ratazo.

Y luego levantarse y mirarlo más de cerca, para ver todos los manchotes de pintura, porque los brillos de las perlas y los brazaletes no son “más que manchotes de pintura”, eso sí, muy bien puestos.

Y luego volver a alejarse para comprobar que, desde la distancia en que se abarca todo el lienzo con un golpe de vista, ni rastro de los manchotes.

Hay también cuadros tristes, o por lo menos esa sensación me dan a mi. Son las obras de Adolfo Guiard. Personalmente me parecen obras más estáticas, melancólicas. Casi todos sus lienzos son tremendamente azules, como si fuera un filtro dominante.

Algunas de las obras más pequeñas del artista recuerdan más a ilustraciones, porque todos los bordes están bien delimitados, como si los dibujara a tinta.

También se exhibe “La promesa”, en la que no me voy a entretener porque, como es una adquisición reciente del museo, hay documentación a patadas sobre el tema en Internet.

Eso sí, el hombre pintaba los codos de una manera estupenda. Una envidia tremenda.

Tenemos también una obra sobre Tristán e Isolda, de Rogelio de Egusquiza; tiene unos tonos muy suaves que contrastan con la escena que representa la muerte de los dos personajes legendarios.

Y, en general, hay pasajes y escenas de corte costumbrista que no deben pasarse por alto, como la “Escena a la puerta de una venta”, de Alenza, “La feria de Sevilla”, de Cortés y Aguilar, “Vista general de Toledo desde la Cruz de los Canónigos”, de Villamil (preciosa luz en dorados y ocres), “La dama del lebrel”, de Alfredo Stevens (otro vestido de un rojo profundo, lleno de puntillitas), “Vista del Abra de Bilbao desde Algorta”, de Juan de Barrueta (luminoso y azul radiante), o “Puerto de la Morcuera. Sierra del Guadarrama”, de Jaime Morera (lleno de nieve y picos montañosos).

Vamos, que se puede pasar un día estupendo con esta exposición (aunque esta tardem que por fin va a salir el sol, a mi no me pillan metida en un museo otra vez ni de globo).

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